24.7.14

La oscuridad del flash.

Recuerdo aquella entrevista como si fuera ayer.

Yo era una chica normal que estudiaba biología en la universidad. Era una estudiante normal con amigos normales y una vida normal. Era bastante tímida, por lo que no me preocupaba en encontrar un novio con el que pasear por los parques como hacían todas mis amigas. Ellas decían que era rara, decían que era muy guapa y que podría tener a cualquier chico de la universidad, pero simplemente no era una de mis prioridades. También tenía una familia normal, bueno no tan normal si la comparamos con la familia de hace cincuenta años, pero todo lo normal que puede ser en los tiempos que corren

Una tarde tuve prácticas de laboratorio en una empresa que testaba productos cosméticos nuevos en animales. Estaba totalmente en contra de estas prácticas, pero tras conversar con el decano de mi facultad no me quedó más remedio que asistir a aquel horror. No aguanté mucho. Comencé a tener un sudor frío por todo el cuerpo y a ver algo borroso, a punto estuve de desmayarme. Una de las trabajadoras de la empresa me acompañó a los servicios para que bebiera un poco de agua y me recomendó esperar en el hall hasta que terminara la visita. Fue muy comprensiva, se dio cuenta perfectamente de que yo no quería estar allí y que lo estaba pasando mal, incluso vi un atisbo de comprensión y de vergüenza por lo que hacía cuando se despidió de mí.

No sé cuanto tiempo estuve esperando a que mis compañeros terminaran, pero aunque se me hizo eterno debido al aburrimiento, era mil veces mejor que ver como se justificaba el sufrimiento de unos animales para que las mujeres, y en los últimos tiempos los hombres, pudieran sentirse más bellas y cuidarse más. En estas reflexiones sobre las injusticias del mundo me encontraba cuando un hombre se acercó a mí.

-Hola, me llamo Pedro, ¿cómo estás?

Me tendió la mano y vi que me entregaba una tarjeta de presentación. Se llamaba Pedro Uribe y era vicepresidente de una agencia de modelos por lo que pude leer en la tarjeta. Se notaba que era un hombre adinerado, pues vestía un traje elegante a juego con unos zapatos negros que tenían pinta de costar más que mi matrícula de la universidad, lo cual en los últimos tiempos suponía mucho dinero.

-¿Te encuentras bien? Estás un poco pálida.
-Sí, sí. No se preocupe -contesté pues aunque era tímida, más educada era si cabe-, ha sido un simple mareo. No me gustan mucho este tipo de sitios.
-Aunque no lo creas, te entiendo -se rió cuando vio que lo miraba extrañada-. Yo también era como tú de joven, con mis principios y mis ideales como si fueran la piel que mostraba mi alma revolucionaria. Pero el paso del tiempo me cambió y me convertí en lo que soy ahora.
-¿Y qué es lo que es usted ahora? Si me permite la intromisión.
-Tranquila, no es la primera vez que me lo preguntan -más tarde comprendí quiénes habían formulado la misma pregunta-. Me he convertido en lo que siempre critiqué, un hombre de negocios defendiendo los intereses de las empresas que tanto odié en mi juventud. A veces me pongo a pensar y me planteo mi vida, si hice bien en romper con todo lo que creía.
-Nunca es tarde para cambiar -le miré con cierto miedo, pues esperaba que su historia no fuera un reflejo de la ruta que iba a tomar la mía-. Siempre puede recuperar sus ideales y volver a ser aquel joven revolucionario.
-Ojalá fuera eso cierto -suspiró, como si hubiera sido aquel joven idealista el que hubiera exhalado su último aliento-. Pero me temo que ya es tarde, hace tiempo que dejé de perseguir fantasmas. En cambio, tú todavía estás a tiempo de aprender de mis errores.

Me quedé pensando en mi futuro, en si yo también perdería la fe en todo por lo que había luchado hasta el momento y me convertiría en aquello que llevaba años criticando. Mientras seguía divagando, se abrió el ascensor del vestíbulo y de él salió una señora de mediana edad, vestida elegantemente con una americana negra que junto a su camisa blanca y sus tacones, le daban un aire de autoridad y de seguridad en sí misma que yo tanto deseaba. Se acercó con paso decidido a Pedro y le confirmó su interés en hablar de un nuevo convenio, pero que tendría que esperar una semana porque tenía que hacer un viaje al extranjero. Pude ver que se conocían desde hace tiempo, pues el trato era cercano y hasta cariñoso entre los dos. Estuvieron hablando de sus familias y de las vacaciones que estaban a la vuelta de la esquina hasta que ella tuvo que marcharse.

- Oye mira -comenzó a decir Pedro-, como has podido ver me han cancelado una reunión que tenía ahora, así que tengo tiempo libre. ¿Quieres que te lleve a casa? No me importa.
- Verá... es que debería esperar a mis compañeros y al profesor -me excusé.
- Venga, mañana dirás en la universidad que te encontraste peor y te tuviste que ir. En la vida hay que saltarse las reglas de vez en cuando, ¿no? Por cierto, ¿cómo te llamas?
- Eh... Silvia... Pero...
- Vamos Silvia, sígueme -me tendió la mano mientras me sonreía.

No sé por qué lo hice. Ahora soy consciente del error que cometí pero en aquel momento no era consciente de las consecuencias que aquel simple gesto, tomar la mano de Pedro y subirme en su coche, iban a tener en mi vida. Todo se vino abajo en aquel trayecto, en las palabras que intercambiamos en su lujoso vehículo. Pensándolo fríamente, no me reconozco cuando vuelvo a recordar aquella mañana. Esa no era la Silvia que yo había sido durante veintidós años, era alguien totalmente diferente a mí. Llevaba mi ropa, mi piel y mi cabello, y hasta tenía la misma voz, pero interpretaba un papel que no era propio de ella. Aquella Silvia se puso un traje que le venía grande, en el que no se sentía cómoda. Pero en aquel momento no supe verlo, más bien no quise verlo. Así, ciega e ilusa, llegué a casa mirando con cara de tonta la tarjeta de Pedro, como si hubiera un mensaje oculto que me avisara de lo que iba a ocurrir, que me rogara que volviera a ser yo misma. Pero la respuesta se encontraba dentro de mí, justo en el aquel rincón que ya había olvidado, que no merecía mi atención.

Durante las semanas siguientes viví como en una nube. Mis amigas no daban crédito, todas estaban incluso más contentas que yo. No se sorprendieron para nada cuando les conté la historia, a todas se les hacía raro que no me hubiera ocurrido antes. Mi familia se mostró reticente al principio, sobre todo mi madre. Le daba miedo que sufriera, que me convirtiera en alguien que no quería y que dejara los estudios. Le prometí que aquello no ocurriría, que era algo que necesitaba probar pues era la primera vez que alguien alababa mi cara, mi sonrisa y mi cuerpo. ¡Y me daba la oportunidad de vivir de ello! O, al menos, de intentarlo. Quería hacer algo radical en mi vida, quería probar una experiencia nueva e vivir cosas distintas. Pero al mismo tiempo, quería ser yo misma y no cambiar, mostrar al mundo que se puede vivir de esta profesión sin una máscara y ser tu misma, con tus virtudes y tus defectos.

Ahora pienso en aquella Silvia, ingenua e ilusa, mientras los dedos entran y salen de mi boca, mientras expulso todo por lo que creí y luché. Todo el odio que tenía por el sistema terminó en el fondo del retrete en forma de bilis. Una, dos, tres y hasta cuatro veces vomité mi pasado en aquel baño, dando la razón a las empresas que traficaban con la belleza de las personas e imponían ideales a la sociedad, o irreales más bien. Aunque yo sabía todo esto, estaba atrapada en su juego, junto a otras mujeres y hombres que no éramos más que peones, cabezas de turco que suponían una meta para mucha gente. Nos vendían como lo máximo en cuanto a belleza y físico se refiere, mientras nos reducían al mínimo como seres humanos.

Todo esto pensaba mientras desfilaba, mientras los flashes de las cámaras derretían mi cuerpo. Y mientras me dejaba llevar por la pasarela, yendo y viniendo como un boomerang lanzado al vacío, me preguntaba como es posible que los flashes no llegasen a lo que hay detrás de los anuncios, de los cosméticos y de las sesiones de fotos, e iluminasen los baños donde desaparecen poco a poco las personas, donde muere la belleza.

MFV

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