16.8.14

Soledad

"El nudo del nueve es el típico nudo que forma un lazo en un cabo. Es muy similar al nudo del ocho, pero este presenta una vuelta extra antes de acabar el nudo, tratándose de una alternativa más segura al nudo del ocho que te he enseñado esta mañana."
Estas palabras pronunciadas por mi abuelo hace varias décadas, acudían a mí como una sombra alargada del pasado. Revoloteaban a mi alrededor armonizadas con el tímido romper de las olas contra el pequeño velero de mi abuelo. Soledad se llamaba, en honor a su madre. Nunca conocí a mi bisabuela, pero tuvo que ser una mujer excepcional para que mi abuelo bautizara con su nombre el velero que tanto amaba. Mi abuela Susana siempre decía que ella era la amante de mi abuelo, pues este se había casado hace mucho tiempo con el mar. Pero a ella no le importaba ya que era una de las razones por las que se había enamorado de mi abuelo en sus tiempos de juventud. Y siguió amándolo por ello.
Cuando mi abuela me contó esta anécdota, me hizo la nieta más feliz del mundo. No fue hasta aquella confesión que yo fui consciente de lo que mi abuelo me quería. Mis padres siempre me contaban que desde que era pequeña mi abuelo me llevaba con él en sus escapadas por el mar. Es probable que la primera palabra que pronunciara fuera babor, sotavento o cualquier otro término marino, cosa que mi padre siempre le recriminó al suyo. Pero yo era muy feliz cada vez que mi abuelo levaba anclas. Y él era más feliz aún.
Siempre me pregunté si era desdichado anclado en el sofá de casa, con una casa inmóvil y una mujer que nunca había sido sirena. A medida que iba creciendo, comprendí que mi abuelo era feliz tanto en mar como en tierra, si bien es cierto que la felicidad que yo veía en sus ojos cuando navegaba a Soledad era más intensa, un sentimiento más básico y elemental que terminó por contagiarme. Este sentimiento imbuía de nostalgia cada paso dado en tierra, es por ello que se casó con la única mujer que fue capaz de hacer de contrapeso en su balanza vital, y darle un motivo para vivir en tierra y no abandonarse a la incesante caricia del mar que mecía su corazón de nómada.
Fue en una de esas enriquecedoras travesías junto a mi abuelo cuando aprendí todos los nudos existentes. Mi abuelo me los explicó mil veces con todo lujo de detalle. Recuerdo que me obligó a valorar la función de los nudos: "Cuando estés a kilómetros de tu hogar y lo único que tengas alrededor sea un manto azul interminable, debes tener algo que te sujete a la vida. Por eso son tan importantes los nudos. Si dejas cualquier cosa suelta, sin atar, dejarás de decidir tu destino y el azar jugará las cartas por ti". Él me aseguró que el nudo del nueve era uno de los más seguros y que siempre que saliera a navegar lo utilizara, pues a él le había salvado en más de una ocasión de una tragedia.
Completé el nudo tras realizar la última vuelta, como me enseñó mi abuelo. Ahora el olor de la cuerda recién comprada no me evocaba tiempos felices, y el sonido de las olas fue dejando paso a unos golpes sordos procedentes de la puerta de mi casa, golpeada por la policía. Año tras año me había estado ahogando en un mar de facturas impagables y deudas desproporcionadas, dejando que el azar trazara mi camino. Me subí a la silla mientras amarraba el nudo al techo, y encallé mi vida al mismo tiempo que la carta de embargo se depositaba sobre el suelo que jamás volvería a sentir.

MFV

3.8.14

Gambas y tiramisú

- ¿Quieres repetir gambas, hijo?
- Claro, papá -contesté mientras me alcanzaba la bandeja y me servía un par más.
- Cariño, te ha quedado estupenda la ensalada de queso de cabra -mis padres se miraron con la misma dulzura con la que llevaban amándose desde que tengo uso de razón-, ¿traemos ya el postre?
Mi hermana y yo asentimos con la cabeza. Mis padres se levantaron mientras nosotros terminábamos con nuestros platos, y volvieron en seguida de la cocina.
- Aquí tenéis hijos, tarta de tiramisú -dijo nuestra madre con una sonrisa de oreja a oreja-. Que cena tan estupenda hemos tenido, ¿verdad chicos?
Observé la estampa que formábamos los cuatro. Mi hermana y yo, compartiendo un yogur de tiramisú tras haber disfrutado de un plato de sopa de gambas, sin gambas. Una sopa previamente aguada para que la cantidad fuera suficiente para dos. Mis padres, mirándonos con una sonrisa empañada por las lágrimas que caían sobre sus platos vacíos, intentando disfrazar la realidad con trucos y juegos. Mi hermana ajena a las circunstancias que estaban marcando su niñez. Y todos sentados alrededor de la luz que nos proporcionaba un camping gas.
Fue aquella noche, la noche de mi sexto cumpleaños, cuando perdí la inocencia.

MFV