4.3.16

Serán solo cien palabras

“Serán solo cien palabras” informó con monótona melodía la máquina expendedora de medicamentos. La anciana fijó su mirada en el contador que otorgaba un tono rojizo a la palidez de su longeva muñeca. Tan solo una unidad separaba las dos cifras que condicionaban el intercambio comercial. Demoró la decisión unos segundos aunque ya estuviera tomada desde hacía siete años. Quizás por ese miedo tan humano a tomar cualquier decisión que haga desaparecer un camino distinto. Siempre hay un resquicio por donde la carne humana se permite alzar la voz por encima de la lógica.
Giró la cabeza y observó una fila de personas que la miraban impacientes, incluso con cierto atisbo de mosqueo, pero ella sabía que no le dirían ni una palabra aunque la espera hubiera durado horas.  Cuando uno tiene que decidir cuándo merece la pena hablar, aprende el significado de las palabras que emiten las miradas y los gestos.
Acercó al lector su muñeca, que ahora adquiría tonalidades azules, observando como bajaba la cifra del contador mientras los medicamentos iban apareciendo en una bandeja próxima. Cuando hubo terminado los guardó en una bolsa y salió de la farmacia mientras las personas de la fila la despedían con una mirada cargada de empatía. El silencio de los que comparten una historia y se ven unidos por un dolor común que transpira la piel.
La anciana transitó el camino de vuelta cargada con los medicamentos, pero soportando el peso que aquella diferencia se había quedado grabada en su muñeca. Cada paso le hacía pensar en el poco valor que se le da a las cosas rutinarias y simples que cíclicamente llenan las horas de nuestros días, hasta que un día pasan a ser un bien preciado que debe ser racionado.
Abrió la puerta de casa y el también anciano suelo de madera le dio la bienvenida al peso de sus pies. Recorrió el pasillo sin hacer más ruido del inevitable y con delicadeza abrió la puerta de su dormitorio donde le esperaba un cuerpo incapaz de levantarse, pero que con un parpadeo y un temblor de labios le indicó que estaba allí junto a ella. La anciana descorrió mínimamente las cortinas para que la luz entrara tímidamente en la habitación y alumbrara el rostro que desde la cama la miraba fijamente.
Depositó la bolsa llena de medicamentos en la mesilla de noche donde quedaban botes etiquetados vacíos. Acarició la frente y las mejillas que acompañaban a aquellos ojos vigilantes, surcadas por unas arrugas que sentía como propias pues había colaborado en aquel cincelado cuyo reflejo era su propio rostro. Se inclinó para acercar sus labios teñidos de carmín a la oreja de aquel cuerpo próximo a sumirse en el silencio.
-      Gracias.
Desapareció la diferencia del contador. Se miraron más allá de las lágrimas que inundaban sus ojos. Nunca más se volvieron a escuchar palabras en aquella habitación tímidamente iluminada.

MFV