14.9.14

Olores

El viento del atardecer transportó entre mis dedos diversos olores que guiados por un deseo irrefrenable, alcanzaron la cima de la nostalgia.
Logré distinguir el rastro que las peonías habían dejado en el aire, celebrando su primavera. Pude diferenciar dos olores, que en realidad se trataban de uno sólo: eran el aroma del mar rasgando las vestiduras de las piedras que acariciaban los pies del acantilado, y el olor de las partículas de roca bañadas y cubiertas por un manto de agua y sal.
El siguiente olor que identifiqué es el del amor. No es que piense que las emociones tienen una fragancia característica, si bien es cierto que cuando dos personas se quieren, desprenden una sustancia que contagia de felicidad a toda persona que esté a su alrededor.
Había una gran infinidad de olores que acompañaban a los anteriores: el beso del cuero de unos zapatos sobre el barro, el olor que las gaviotas abandonan sobre nuestras cabezas a su paso, el aroma que desprende un vestido nuevo danzando al ritmo del viento, el olor a un impaciente libro deseoso de ser leído. Hasta pude reconocer la fragancia que dejaban los segundos al morir.
Pero había un olor, uno de entre los centenares que logré diferenciar, que me transportó al pasado. Era aquel olor que había sido mío durante tres años, que había convivido conmigo y mis circunstancias, convirtiéndose él en mi única circunstancia durante aquel lapso de tiempo. Era un olor único en el mundo, formado por la más pura de las alegrías y el más oscuro de los dolores. Olía a vainilla y a caramelo de la tos. Es lo que pasa cuando eres joven y sientes un deseo irracional hacia el tabaco para aparentar madurez y seriedad. Olía a uña apaleada por una dentadura nerviosa.
Quizás lo que hizo que girara la cabeza, era haberme olido a mí mismo, al olor que tuve durante el único periodo en el que podía asegurar con certeza que estaba vivo. Pero cuando volví la vista, no era yo sobre quien mis ojos se posaron. No era yo, pero el hombre que yo era y que giraba la cabeza con la mirada a punto de desmoronarse, era fruto de aquella melena castaña a juego con unos ojos verdes y unos labios morados que alguna vez me arrancaron la piel tras una noche de pasión.
Hacía quince años que no veía a Catalina, pero no había conseguido olvidarme de su olor.

MFV