26.9.12

Una última imagen.

Saqué un cigarrillo y empecé a fumar mientras apuraba las últimas gotas de mi jarra de cerveza. Ya llevaba tres, pero no tenía intención de parar. Había sido una buena jornada de trabajo, había conseguido cerrar un contrato con una empresa de publicidad que supondría una buena cantidad de ingresos en las arcas de la empresa en la que trabajaba, y el jefe estaba muy contento, lo cual siempre era bueno. Lo habíamos celebrado con una botella de champán y mis compañeros querían continuar la fiesta por los bares de la ciudad, pero esa noche quería estar solo para disfrutar de mi momento.
Y allí me encontraba, en un bar como cualquier otro, mis ilusiones convertidas en humo de tabaco y mis alegrías ahogadas en el fondo de la cerveza. Estaba feliz, pletórico, nada podía empeorar el día.
Llamé al camarero y encargué otra jarra de cerveza en el mismo instante en el que un señor de mediana edad,  menos de cincuenta supuse, entró en el bar con la cara triste y el peso de la vida sobre sus hombros. Nunca me fijaba en la gente que entraba en los bares, simplemente eran unos bolsillos llenos de monedas, unos depósitos de alcohol por llenar (y casi siempre sobrepasar). Pero no sabía por qué, aquel hombre captó toda mi atención, quizás fuera porque me encontraba tan feliz y ver a aquel pobre hombre me hizo sentir mal, o simplemente el destino hizo click en mi cabeza, dirigiendo mi mirada hacia aquel visitante.
-¡Disculpe! -grité. El hombre miró hacia todos lados hasta que me localizó y me miró intentando reconocerme-. Acérquese buen hombre.
Le vi acercarse con paso lento, como si con cada pisada tuviera que superar el paso de los años, acompañado de la mayor cara de desesperación que había visto en una persona. Se sentó dejándose caer, y al incorporarse lentamente, vi su alma reflejada en su mirada. Unos ojos azules, que años atrás habían sido de un color tan intenso como el del cielo, pero que ahora se estaban tornando en un gris anodino lleno de dolor. Al igual que los ojos, su cabello gris reflejaba la tristeza que emanaba de todo su ser, una tristeza que me estaba empezando a contagiar, así que decidí pedir otra cerveza para animar a mi nuevo amigo de una noche.
- ¿Perdone, nos conocemos de algo? - preguntó el desconocido.
 -Ahora ya sí, me llamo David encantado señor...
- Pedro, mi nombre es Pedro, es un plac...
Al tiempo que se presentaba, llegó la camarera con nuestras jarras de cerveza, la esperanza de los deprimidos, un buen litro de olvido.
- A su salud, Pedro - brindé mientras alzábamos nuestras jarras.
Nuestras jarras dieron un perfecto La en el aire y mi compañero comenzó a beber como si llevara deambulando una semana por el desierto, hasta que llegó a la mitad de su contenido, soltando un gran suspiro mientras se dejaba caer sobre su asiento.
- ¿Un día duro? - le pregunté.
- No más que cualquier otro - soltó después de un momento de silencio -. Ya he perdido la cuenta de las veces que la vida me ha dado la espalda.
- Vaya, cuanto lo lamento amigo. Yo acabo de cerrar un trato importantísimo para mi empresa y al verlo entrar en el bar, decidí compartir mi felicidad con usted. Veo que mis sospechas no iban desencaminadas.
- Para nada - me confesó Pedro -. Está en lo cierto, necesito felicidad y no sé dónde buscarla, quizás ese es el problema. He recorrido cientos de tascas, bebido demasiado alcohol como para acordarme de la cantidad exacta y he sufrido la mirada acusatoria de unos cuantos psicólogos. Total, para terminar aquí, una tasca más, otro viernes bebiendo.
- ¿Y por qué bebe? - pregunté curioso.
- ¿Y por qué no beber? Los jóvenes habéis vivido muy poco para querer olvidar esos valiosos segundos que tenéis de existencia, pero te garantizo que cuando tengas mi edad, al mirar atrás no verás más que deseos de amnesia. Es una lástima.
- ¿Acaso no tiene una mujer que le quiere? ¿Una familia que lo echaría de menos si se rindiera?
- Tuve una mujer que me quería y tengo una hija que me echaría de menos si pudiera acercarme a ella.
- Lo siento mucho...
- No se preocupé, David, no es culpa suya. Las mujeres van y vienen, unas veces siguen con su vida y otras es porque la vida ha decidido seguir sin ellas. Es ley de vida.
- ¿Y qué pasa con su hija?
- Es una larga historia que se resume en una pregunta que le voy a plantear - dio otro trago a la cerveza, dejando apenas dos dedos por beber -. ¿Qué haría usted si su hija fuera víctima de una violación?
Me quedé sin palabras. Jamás imaginé que aquel hombre que acababa de conocer, me fuera a plantear aquel interrogante. ¿Qué podía decir yo, un mero empresario, acerca de la violación de su hija? No sabía donde meterme y en estas andaba decidiendo como huir de bar cuando el cigarrillo terminó por consumirse, quemando mis dedos y devolviéndome a la realidad.
- Esto... Verá Pedro... no sé qué contestarle...
- ¡Piense! Imagine por un momento que yo soy un policía que se encuentra en su casa, esperando a que usted llegue después de una larga jornada de trabajo. Usted evidentemente está en un estado entre el miedo y el infarto, cuando yo le cuento que su hija ha llamado a la policía hace unas horas y que se la han encontrado tirada en su piso, el cual compartía con su novio, llorando y sangrando por varios orificios porque ha sido víctima de una violación.
- Eh... supongo que...
- Espere un segundo - me detuvo -. Piense por un momento que aquel hombre que ha jurado amor a su hija, que la ha tratado bien y la ha engañado lo suficiente como para que en este mundo loco en el que vivimos, ella haya decidido compartir su existencia con él, de pronto se entera de que este hombre, ha roto sus promesas golpeándola y haciendo del acto único del amor, algo horrendo, dejando trastornada a su hija, la niña que hace unos años le suplicaba que le leyera aquel cuento de príncipes perfectos y amores eternos, y que ahora no es capaz de acercarse a menos de diez metros de cualquier hombre, porque le entran ganas de quitarse la vida. Dígame David, ¿qué haría?
No entendía por qué me preguntaba estas cosas, si yo soy tan solo un joven empresario que deseaba emborracharse en un bar, cortejar a alguna fémina y con suerte, desayunar al día siguiente acompañado. Pero allí me veía yo, entre la espada y la pared, ante la mirada atenta de un padre decepcionado con la vida, la justicia y tal vez el karma, qué se yo. No supe qué hacer y nunca me sentiré orgulloso de aquella acción poco heroica, pero me despedí con una pésima excusa de Pedro mientras dejaba veinte euros con los que pagar todas las jarras. Y me marché, sí. Me marché ante la fría mirada de aquel pobre hombre mientras yo me resguardaba en el calor de mi chaqueta de cuero y salía fuera del bar.
Me encendí un cigarrillo y respiré hondo, a sabiendas de mi triunfal aunque penosa huida. Me sentía ruin, es verdad, aunque libre de una situación que yo no había buscado.
Allí parado, en mitad de la noche, iluminado por una farola y una luna tímida escondida detrás de la contaminación terminé de fumarme el cigarro, cuando alguien me tocó un par de veces en el hombro. Al darme la vuelta, lo primero que vi fue el cañón de una pistola. Lo segundo, la muerte.
- Esto es por mi hija, cabrón - dijo Pedro mientras apretaba el gatillo, con lágrimas en los ojos.
La bala atravesó mi ojo, apagando mi cerebro y dejando en mi retina una última imagen: Susana tendida en el suelo, sangrando y llorando mientras me suplicaba que parase. Pero no lo hice.

MFV

20.9.12

Un largo sueño

Fue un largo sueño.
Empezó como en los cuentos

pero terminó sin perdices,
perdidas en sus largos vuelos.

Fue más culpa de las ilusiones,
enemigas de toda realidad,

espejo roto que ya no refleja
el sabor amargo de la verdad.

Sus bragas eran la única certeza
de su compañía al amanecer,

junto a sus sonrisas del desayuno,
la droga que me hizo ceder:

lo que un día me hizo uno
por ser tan solo la mitad de ella.

Caminamos sin rumbo alguno
entre cristales de sueños rotos,

el olvido pasó a ser oportuno
para viajar a nuestras soledades.

Aprendimos del devenir del tiempo
que dos corazones no suman uno,

y que el deseo incierto
de sellar la eternidad a besos

no compra corazas de hierro
ni protege de afilados secretos.

Pero si tuviera que ser culpable
de vivir sonriendo a mis excesos,

no habría infierno ni cárcel
para encerrarme por mis "te quiero".

Fue de mis peores sueños,
convertida en mi mejor pesadilla.

MFV


12.9.12

Pequeñas grandes cosas

Que se arrime cuando está dormida.
Que se agarre a tu camisa en el metro para no caerse.
Que te sonría entre beso y beso.
Que te llame idiota mientras sonríe.
Que te bese tímidamente en la nariz.
Que se ría de tus chistes malos.
Que te caigas al suelo y se ría de ti antes que ayudarte.
Que te metas con ella y se enfurruñe.
Que vayas a comerte una cucharada de helado y te la quite en el último momento.
Que te manche la cara con helado de nata.
Que se ponga tu camisa nada más levantarse.
Que cante para ti aunque desafine.
Que quiera o finja querer ver el fútbol.
Que te diga que le encantan tus amigos y tu familia.
Que sonría siempre que haces el tonto.
Que haga el tonto para que tú sonrías.
Que te sorprenda con regalos estúpidos.
Que te tape los ojos y con su dulce voz te pregunte "¿Quién soy?".
Que te abrace tan fuerte que se te corte la respiración.
Que en las películas de miedo se agarré a ti buscando protección.
Que quiera huir contigo a ninguna parte.
Que aguante tus ronquidos.
Que siempre esté cuando te despiertes.

Estas pequeñas grandes cosas, hacen que el amor sea lo que es.

MFV

7.9.12

Cupido, línea 3

Otra mañana más en el metro.

Había seguido mi rutina como todas las mañanas. Me levanto a las 6.45 con la misma energía y felicidad que un cerdo antes de entrar al matadero. Odio mi trabajo, soy de aquellos ingenuos que estudiaron arquitectura con el único de construir los sueños de las personas, y lo único que había construido por mí mismo después de abandonar la universidad era mi propia tumba. En vida eso sí.

Pues ahí estaba yo, a las 6.50 mirándome al espejo, intentando abrir los ojos para observar la realidad, doy gracias que mi cerebro me tiene algo de aprecio y me lo pone difícil. Como siempre, el agua fría de la ducha para despertarme, aunque bien hubiera deseado que fuera agua hirviendo para notar algo de calor en mi vida, una chispa de alegría que inundara mi sistema circulatorio. Pero no era tan fácil, la felicidad solo está al alcance de unos pocas personas, lo suficientemente inteligentes para volverse idiotas.

7.10, mi desayuno y yo nos enfrentamos en una cruenta batalla, probablemente la única que haya ganado en los últimos años que yo recuerde. Pero seamos claros, un bol de cereales y una tostada no son rivales dignos para un oficinista de un banco, y espero que siga siendo así mucho tiempo. Los trofeos de la batalla quedaban en mi boca, regalándome los últimos sabores de mi dulce victoria, pero pronto serían removidos para dejar paso a los trofeos de la próxima contienda. Sin embargo, este sentido heroico y aventurero que le adjudicaba al banal echo de desayunar no emocionaba ni una pizca mi turbia mañana.

Después de retirar los restos de comida, 7.30 hora de elegir el atuendo con el que asombraría al mundo. O eso pensaba siempre antes de abrir el armario, hasta que la realidad volvía a golpearme con un gancho de derecha. He de reconocer que nunca fui un hombre de peleas, quizás si en el pasado hubiera sido más valiente ahora sería un poco menos gallina, pero ya es tarde para lamentaciones, aunque alguna me concedo tener. Cogí mi conjunto de gala, el de todas las mañanas desde hacía mucho tiempo: pantalón gris a juego con una chaqueta gris, abrigando mi camisa blanca favorita, la que es exactamente igual a todas las demás, adornada con una corbata gris. Y la guinda del pastel o, como prefiero llamarlo yo, zapatos negros.

Así vestido me enfrentaba al mundo, aunque yo me sentía más desnudo que nunca. Y desnudo me dirigí al metro, a las 8 de la mañana, cuando solo puedes encontrar a personas grises, compañeros de viaje, unos completos desconocidos me hacían sentir menos solo, espero que yo les haga sentir de manera parecida, sería una inyección de optimismo para mí, puede que letal pero merecería la pena morir por aquella información.

Y en estos pensamientos, tan típicos de las 8.07 de la mañana, me encontraba yo cuando se abrieron las puertas del vagón, recibiendo una nueva oleada de grises, pero esta vez capitaneados por un comandante nuevo (como habéis podido comprobar soy amante del mundo bélico), más bien una comandante.

Me quedé fascinado por aquel despliegue del ejército invasor, nunca vi cosa igual. Una guerrera vestida con un simple uniforme de trabajo, pero suficiente para derrotarme. Su pelo moreno, por los hombros, me invitaba a relajarme entre sus sueños, a visitar mundos mejores, aunque fueran imaginarios. Su gélida mirada, de un azul que envidiaría hasta el mismísimo cielo, lo decía todo de su alma y nada de su historia, una historia a la que yo había quedado enganchado desde el instante en que nuestras miradas se cruzaron.

Pero sin duda alguna, su mejor arma era aquella sonrisa, capaz de derribar cualquier muralla y de unir dos corazones separados por el silencio y por la incertidumbre del no saber que pasará. Un firmamento en aquel rostro, una sábana de esperanza entre tantos segundos grises, entre tantas vidas sin amar. Era perfecta y su único punto débil era mi corazón, prisionero con Síndrome de Estocolmo.

8.10 de la mañana, ¡y yo tan enamorado! Pero nada es para siempre y los flechazos te atraviesan y siguen su ruta, cortando el viento. Yo sabía que quería casarme con ella y pasar el resto de mi vida con ella, pero dos paradas de metro más tarde me dí cuenta, mientras la miraba alejarse, que los sueños, sueños son.

Ahí estaba yo, igual de gris que siempre, lamentando ser tan débil en las batallas importantes de la vida. Miré la puerta por donde se había marchado mi amor platónico de aquella mañana, cuando un nuevo torrente de gente entraba en el vagón, liderados por otra diosa de la guerra. Distinta completamente, con una historia diferente, pero con el mismo punto débil que todas las demás: mi corazón prisionero.

Sonreí. Otra mañana más en el metro, gracias.

MFV