20.2.14

El viaje de las cifras.

Eran quince desconocidos, al menos hasta hacía unas semanas. No se habían visto nunca o tal vez se habían cruzado en una plaza, en el mercado o en cualquier calle de la ciudad, pero no habían reparado en sus rostros. A lo mejor habían intercambiado alguna palabra educada o algún insulto a causa de un malentendido, puede que incluso hubieran coincidido en casa de un tercero del cual eran amigos. Pero no fue hasta hace unos cuantos días que fueron conscientes de su existencia.

¿Por qué se conocieron? Porque el destino une aquello que merece ser unido. Eran quince desconocidos con una cosa en común: soñaban con un viaje a una vida diferente. Llevaban mucho tiempo planeándolo, cada uno por su cuenta, pero eso fue lo que los hizo coincidir en aquella reunión. Estaban cansados de la monotonía de sus vidas, del paso de los días vacíos de emoción alguna que les acercaba lentamente a un futuro anodino. Quizás hubieran seguido así toda su vida de no ser por haberse encontrado y darse cuenta de que no eran los únicos. Uno solo podía dudar, pero quince debían ser valientes.

Desde el momento en el que se conocieron, pusieron en común sus planes. Cada uno fue aportando su idea de cómo debían llevar a cabo el viaje de sus vidas y, poco a poco, lo que en un principio se presentaba como un sueño imposible, se fue convirtiendo con el paso de los días en una realidad ineludible. Había que marcharse, cuanto antes mejor. Todos coincidían en que querían dejar sus vidas atrás y empezar desde cero.

Pasaron de ser unos completos desconocidos a verdaderos amigos, casi hermanos. Sabían que dentro de poco iban a tomar la decisión más importante de su vida, la que lo cambiaría todo para bien o para mal, pues eran conscientes de los riesgos que iban a correr. Pero eran quince compañeros y cuando uno dudaba, el de al lado le pasaba el brazo por el hombro y le tranquilizaba. "Todo va a salir bien, por fin vamos a vivir" se decían los unos a los otros. Habían construido algo juntos, un futuro en el que creer, un horizonte que guiaba sus pies alejándolos de una vida triste y dura. Cada uno había pasado por cosas diferentes, pero similares en su esencia. Hechos que les habían destrozado por dentro, dejándolos desprovistos de sueños y de esperanza de encontrar algo mejor, de sonreír por una vez en sus vidas.

El día se acercaba inexorable y no había marcha atrás, la decisión estaba tomada. Dedicaron el día anterior a su marcha a despedirse de vecinos y familiares. Se besaron, se rieron, lloraron y bailaron para celebrar su partida, pues a pesar de que esta entristecía a sus seres queridos, entendían que era lo mejor para ellos. Y les envidiaban por ello, por tener el valor y la decisión de la que ellos carecían. Eran un motivo de orgullo para sus familias y amigos y eso supuso un aliciente para empezar el viaje con alegría.

A la mañana siguiente, los quince amigos se reunieron a la salida de la ciudad para decir un último adiós a su pasado. Se despidieron con promesas de un futuro regreso, giraron 180º y, primero con el pie derecho seguido del izquierdo, entraron en el umbral de su nueva vida.

Tenían que andar unos pocos kilómetros hasta el puerto donde se encontraba la embarcación que les llevaría a su nueva vida. Desde la ciudad hasta el mar no había carretera alguna, por lo que fueron caminando alegres mientras contaban anécdotas de sus vidas, chistes y algún tórrido episodio ocurrido entre las sábanas. Eran felices, como no lo habían sido en mucho tiempo. Habían roto las cadenas que les retenían a un presente gris y desalentador. Pero eso ya formaba parte del pasado, gracias a Dios, y ahora podían gritar que estaban vivos.

En apenas una hora ya estaban en el puerto. Subieron rápidamente a la embarcación pues querían llegar cuanto antes a su nuevo futuro. La mitad de la expedición sabía navegar, así que decidieron que se irían turnando mientras el resto disfrutaba de la travesía y de la tranquilidad del mar. Emprendieron el viaje sin demora, con la vista en el horizonte donde podían ver sus nuevas vidas, incluso parecía que podían acariciarlas si estiraban la mano lo suficiente.

Durante unas horas la travesía transcurrió sin ningún incidente, pero el compañero que navegaba en ese momento avisó al resto de que se acercaba una tormenta. El miedo se extendió por toda la embarcación y el nerviosismo empezaba a hablar en lugar de la razón. Todos se temían lo peor, lo que antes eran risas y gritos de alegría ahora pasaban a ser llantos y súplicas a un ser superior. La embarcación comenzaba a balancearse de manera preocupante y había empezado a llover.

A cada hora que pasaba, las olas se hacían más grandes. Todos salvo el que dirigía se dedicaban a impedir que el agua se acumulara y hundiera la embarcación. Trabajaban coordinados, obedeciendo las órdenes de uno de ellos que se erigió como guía para que el esfuerzo diera sus frutos lo antes posible. Gracias a la labor de todos y a la destreza del que dirigía la embarcación, pronto divisaron tierra con la esperanza de que no le diera tiempo a la tormenta a acabar con ellos.

Pero a cada metro que avanzaban, la tormenta se hacía más intensa. Las olas comenzaron a superar los seis metros y la lluvia hacia que el trabajo de la tripulación resultara en vano. A pesar de seguir echando el agua fuera, la desesperación fue aumentando en los corazones de los quince amigos, que veían la tierra prometida tan cerca pero a la vez tan lejos. El mar estaba embravecido, parecía como si no quisiera que los jóvenes cambiaran de vida y siguieran en sus pesadillas particulares. El agua desbordó la embarcación, llegando hasta los pulmones de nuestros jóvenes aventureros que veían como poco a poco, se iban hundiendo en el pasado del que habían intentando escapar, pero el pasado había ganado pues ya no había futuro para ellos. Murieron, uno detrás de otro, y con ellos el amor de su familia y sus amigos, que ya no los volverían a ver.

Más allá del mar, en la orilla que habían divisado los quince jóvenes, se había congregado una multitud de personas. Familias enteras sentadas en sillones viendo la televisión, disfrutando de una copiosa cena en compañía, jugando con los niños, amigos bebiendo copas de brandy mientras recordaban batallitas de la universidad, pero todos con la vista en el mar. Todos habían visto cómo se ahogaban quince seres humanos, pero no era la primera vez. Sintieron pena, pero la rutina de estas muertes hacia que cada vez la pena fuera a menos, llegando incluso a tornarse en una mueca de disgusto.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez. Once. Doce. Trece. Catorce. Quince.

Quince vidas menos, quince seres humanos que murieron ahogados intentando llegar a Ceuta. Dicen que el negro pega con todo, pero parece que no pega con nuestra indignación.

Quince seres humanos, que para algunos son simples matemáticas. Un número negativo de una ecuación de primer grado, cuya solución es la indiferencia.