30.4.14

Little Boy

Eizō sabía que aquello no había terminado. Sentado en el coche de camino a casa, era consciente de que tan solo había comenzado a sufrir las consecuencias de su acto. Por eso tenía miedo, porque conocía a su padre y su sentido de la disciplina y del respeto hacia las normas. Sin embargo, Eizō no se arrepentía de nada en absoluto, pues a pesar de conocer las consecuencias había llevado a cabo su plan. Y, sinceramente, lo volvería a hacer mil veces más.
Había aguantado estoicamente la reprimenda del director del colegio. Se había preparado para ello, no iba a ser el primer alumno que después de colocar un petardo en los baños de las chicas se fuera a ir tan tranquilo a su casa. Sin embargo, lo que no esperaba era que el director le fuera a expulsar del colegio durante una semana. No contaba con recibir un castigo tan severo, pero no iba a ser ni la mitad de severo que lo que le esperaba en casa. Su padre había estado presente en el despacho del director, no era la primera vez que estaba sentado junto a su hijo por alguna travesura que este había hecho. Pero sí era la primera vez que expulsaban a su hijo. Aunque fuera de manera temporal, para el padre de Eizō aquello suponía un ataque al honor del apellido familiar. Eizō era consciente de ello y por eso tenía tanto miedo sentado en el asiento trasero del coche.
Su padre no había pronunciado ninguna palabra desde que habían salido del colegio. Ni siquiera había respondido a las disculpas repetidas de Eizō, el cual se desesperaba por obtener alguna frase de su padre. Terminó desistiendo, consciente de que en cuanto llegaran a casa estallaría la tormenta. 
El padre de Eizō aparcó el coche en el garaje y, con el mutismo manifestado en los últimos veinte minutos, indicó a su hijo que entrara en casa. Eizō abrió la puerta de su casa y se dirigió a la cocina como tenía por costumbre. Se sirvió un vaso de leche y esperó sentado a su padre. Entró tras unos minutos con la cara descompuesta y los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando. Eizō había visto llorar a su padre solo una vez, cuando se murió su madre a causa de un cáncer tras semanas de cuidados en el hospital. Así que Eizō se dio cuenta de la gravedad de lo que se le venía encima.

-Eizō... No sé qué hacer contigo -comenzó a decir su padre. Sin embargo, su tono no era de enfado o furia, sino que se notaba un sentimiento de decepción detrás de cada palabra-. Hace unos años que murió tu madre y yo me veía incapaz de criarte sin su apoyo. De veras que lo he intentado. No sabía si debía ser benévolo y consentir tus chiquilladas o ser más bien recto e inflexible para que valoraras el respeto y la obediencia. 
-Pero Sumiteru... 
-¡Cállate Eizō! -le interrumpió su padre- Antes no era un buen padre, pero al menos tenía a tu madre para enseñarme a serlo -una lágrima cayó por sus mejillas. Eizō estaba realmente asustado-. Pero sin ella, he perdido el control sobre tu vida y tu educación. Es evidente que no he sabido ser un padre para ti, te he fallado.
-No me ha fallado, Sumiteru, ha sido un gran padre desde que madre se fue -Eizō lo decía en serio, no sabía que hubiera hecho sin su padre-. No se martirice ni se sienta culpable, aquí el único responsable soy yo.
-No es verdad, hijo mío. Tu educación es mi responsabilidad y ha quedado demostrado que esta me venía grande aún viviendo tu madre. Por eso -por el tono de voz de su padre, Eizō no se esperaba nada bueno-, he decidido que voy a enviarte a un internado a las afueras de la ciudad. 

Ahí estaba, la tormenta anunciada por la calma durante el trayecto en coche. Había estallado, ahogando a Eizō en aquella pequeña cocina. Se esperaba un castigo duro, un mes sin poder salir de casa o que tirara todos sus juguetes a la basura. Pero no estaba preparado para el exilio y vivir los cincos años que le quedaban hasta la mayoría de edad aislado. Sin ver a sus amigos, sin disfrutar de las clases de historia, sin la compañía de Akiko...
¡Akiko! Se había olvidado completamente de ella. Ella era la culpable de que le fueran a mandar a mandar a las afueras de la ciudad, recluido en un internado durante los próximos años. Akiko le había prometido que si tiraba un petardo en los baños, le daría un beso. Se había aprovechado de sus sentimientos, había jugado con él a cambio de un rato de diversión. Pero ella había salido indemne, mientras que a él lo iban a encerrar junto a otros jóvenes problemáticos. Se levantó decidido a descargar su enfado sobre su amiga.
-¿A dónde te crees que vas Eizō? -pero su padre recibió por respuesta un empujón, cayendo al suelo mientras veía como su hijo salía corriendo de la casa- ¡Vuelve aquí! ¿Quién te has creído que eres?
Pero Eizō no escuchó nada de aquello. Sólo corría y corría, en dirección a casa de Akiko, cinco kilómetros al norte de la suya. Corría con una energía que provenía de la furia y del dolor por sentirse traicionado. Traicionado por su padre, que en vez de luchar e intentar cuidar a su hijo, se rendía a la primera de cambio y lo mandaba a que otros se encargaran de su educación. Y traicionado por Akiko, su primera amiga que se había convertido en su primer amor, que lo había abandonado en la estacada, dejándolo a merced de la jerarquía escolar y de su padre. Jamás se lo perdonaría.
Se sorprendió cuando llego a casa de Akiko tan rápido, tenía la sensación de que no habían pasado ni tres minutos desde el empujón a su padre. Llegó sudando y agotado, pero decidido a que su amiga fuera consciente de su sufrimiento. Se fue a la parte de atrás de la casa de Akiko, como hacia siempre, y cogió un par de guijarros del suelo. Se escondió detrás de un Ginkgo Biloba que tenía plantado el padre de Akiko y empezó a lanzar las piedras a la ventana de su amiga, en el segundo piso. 
Aquel árbol tenía un significado especial para Eizō. Siempre que visitaba a Akiko, recordaba aquella tarde de verano en la que viendo como el sol bañaba los cabellos rubios de su amiga, se dio cuenta de que estaba enamorado. Hacia meses de aquella tarde, meses en los que se había atormentado por padecer un sentimiento no correspondido. Eizō era demasiado tímido para confesar su amor por Akiko, tenía miedo al rechazo y que la amistad que mantenían los dos jóvenes cayera en el olvido. No podía permitirse perder a su amiga de toda la vida porque él se hubiera vuelto loco y se hubiera enamorado.
Todos estos sentimientos volvieron a su corazón bajo la sombra del Ginkgo y Eizō se preguntó por qué estaba enfadado. En ese momento, unos dedos rozaron la palma de su mano y su corazón volvió a latir. Giró la cabeza y ahí estaba Akiko, la tormenta que había comenzado el último verano en su corazón. Se sentía incapaz de estar furioso con una sonrisa que le había descubierto una forma nueva de respirar.

-Eizō -la dulce voz de Akiko era la nana que adormecía su atormentado corazón-, he oído que te han expulsado del colegio una semana. Lo han dicho en mi clase pero no me lo he creído. Es tan solo un rumor, ¿verdad? -preguntó su amiga con un mar de arrepentimiento en la mirada.
-No, Akiko -Eizō hablaba con serenidad, su enfado se había esfumado-. El director ha sido muy claro. Tengo que quedarme una semana en casa o quizás más.
- ¡No puede ser! ¡Fui yo quien te propuso hacer aquella estupidez! Me siento horrible Eizō -la joven rompió a llorar en cuanto vio sus sospechas confirmadas. Eizō no pudo resistirlo y la abrazó, intentando protegerla de la culpa-. Tengo que ir a hablar con el director, igual consigo que te expulsen menos días o que me castiguen a mí.
-Déjalo Akiko, es mejor así. Cumpliré mi semana de castigo y ya está. Todo volverá a ser como antes.
-Espera, ¿por qué has dicho que quizás tienes que quedarte más días en casa?
Eizō no quería aquella pregunta y se dio cuenta tarde de su error. Pero era incapaz de mentirle a Akiko mirándole a los ojos.
-Verás... No sé cómo decirte esto... -las palabras se le atragantaban y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos- Pero mi padre ha decidido mandarme a un internado a las afueras de la ciudad. 

Eizō esperaba un grito de incredulidad por parte de Akiko o un gesto de enfado. Pero la joven se quedó parada a su lado, sosteniendo aún su mano, sin decir nada. No le miraba a los ojos, miraba al suelo, quizás buscando la solución al problema que había causado. Eizō, sin embargo, no podía dejar de mirarla y recordar de manera tan nítida el momento en el que se había enamorado. No estaba enfadado, era incapaz de estarlo y apretó la mano de Akiko para que se diera cuenta de que seguía ahí, seguía siendo su amigo y siempre lo iba a ser.
Akiko levantó la mirada y Eizō pudo ver un arrepentimiento profundo en sus ojos. Había esperado meses desde aquella tarde bajo el Ginkgo para llenarse de determinación. Aquel era el momento y, sin saber de dónde provenía aquella valentía, bajó la cabeza dispuesto a besar los labios de Akiko. Pero esta lo detuvo colocando su mano en el pecho de Eizō. "No puede ser, ¿qué más puede pasarme hoy?" pensó el joven mientras el único motivo para sonreír se desvanecía entre sus dedos.

-Lo siento Eizō -aquellas palabras destrozaron lo poco que quedaba del corazón del enamorado-. No puedo dejar que me beses. Tiraste el petardo y yo siempre cumplo mis promesas.

Y Akiko alzó sus pies hasta alcanzar con sus labios los labios de su amigo. Se besaron como llevaban tiempo deseando, acompasando sus movimientos al latir de sus corazones. Alargaron aquel beso por cada día que habían malgastado por no decirse que se amaban. Querían convertir los segundos en eternidad y que aquel momento no terminara nunca, pues sabían que la fugacidad de la vida jugaba en su contra. Se abrazaban con miedo a desaparecer, y los brazos de la joven pareja desaparecían entre los cabellos del otro. Akiko paró y miró a los ojos de Eizō, traspasando las barreras y llegando a lo más profundo de su alma.

-Prométeme que no me vas a dejar nunca. No puedes irte, te necesito.
-Akiko -las lágrimas corrían por las mejillas de Eizō. Nunca se había sentido tan feliz-, hablaré con mi padre. Te juro que no te dejaré ir nunca.

Y volvieron a besarse, un beso que se tornó eterno. En ese momento, Little Boy fue liberada por el bombardero Enola Gay americano, impactando a cien metros del Ginkgo de casa de Akiko. Setenta mil japoneses, en el mismo último segundo de sus vidas, fueron conscientes de lo que supone entrar en guerra contra Estados Unidos y las consecuencias humanas que iba a traer la Segunda Guerra Mundial.
Akiko y Eizō dejaron este mundo abrazados y haciendo realidad su último deseo. Su historia es la que nos cuenta ese Ginkgo que se convirtió en uno de los pocos supervivientes del bombardeo de Hiroshima y es el testigo de la historia de miles de japoneses inocentes que fallecieron aquel seis de agosto. 
Aquel Ginkgo sigue aún llorando en la actualidad, pues aún no entiende qué necesidad había de lanzar aquel petardo. Un petardo que lo dejó sufriendo en la soledad de la nueva Hiroshima. 




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