7.9.12

Cupido, línea 3

Otra mañana más en el metro.

Había seguido mi rutina como todas las mañanas. Me levanto a las 6.45 con la misma energía y felicidad que un cerdo antes de entrar al matadero. Odio mi trabajo, soy de aquellos ingenuos que estudiaron arquitectura con el único de construir los sueños de las personas, y lo único que había construido por mí mismo después de abandonar la universidad era mi propia tumba. En vida eso sí.

Pues ahí estaba yo, a las 6.50 mirándome al espejo, intentando abrir los ojos para observar la realidad, doy gracias que mi cerebro me tiene algo de aprecio y me lo pone difícil. Como siempre, el agua fría de la ducha para despertarme, aunque bien hubiera deseado que fuera agua hirviendo para notar algo de calor en mi vida, una chispa de alegría que inundara mi sistema circulatorio. Pero no era tan fácil, la felicidad solo está al alcance de unos pocas personas, lo suficientemente inteligentes para volverse idiotas.

7.10, mi desayuno y yo nos enfrentamos en una cruenta batalla, probablemente la única que haya ganado en los últimos años que yo recuerde. Pero seamos claros, un bol de cereales y una tostada no son rivales dignos para un oficinista de un banco, y espero que siga siendo así mucho tiempo. Los trofeos de la batalla quedaban en mi boca, regalándome los últimos sabores de mi dulce victoria, pero pronto serían removidos para dejar paso a los trofeos de la próxima contienda. Sin embargo, este sentido heroico y aventurero que le adjudicaba al banal echo de desayunar no emocionaba ni una pizca mi turbia mañana.

Después de retirar los restos de comida, 7.30 hora de elegir el atuendo con el que asombraría al mundo. O eso pensaba siempre antes de abrir el armario, hasta que la realidad volvía a golpearme con un gancho de derecha. He de reconocer que nunca fui un hombre de peleas, quizás si en el pasado hubiera sido más valiente ahora sería un poco menos gallina, pero ya es tarde para lamentaciones, aunque alguna me concedo tener. Cogí mi conjunto de gala, el de todas las mañanas desde hacía mucho tiempo: pantalón gris a juego con una chaqueta gris, abrigando mi camisa blanca favorita, la que es exactamente igual a todas las demás, adornada con una corbata gris. Y la guinda del pastel o, como prefiero llamarlo yo, zapatos negros.

Así vestido me enfrentaba al mundo, aunque yo me sentía más desnudo que nunca. Y desnudo me dirigí al metro, a las 8 de la mañana, cuando solo puedes encontrar a personas grises, compañeros de viaje, unos completos desconocidos me hacían sentir menos solo, espero que yo les haga sentir de manera parecida, sería una inyección de optimismo para mí, puede que letal pero merecería la pena morir por aquella información.

Y en estos pensamientos, tan típicos de las 8.07 de la mañana, me encontraba yo cuando se abrieron las puertas del vagón, recibiendo una nueva oleada de grises, pero esta vez capitaneados por un comandante nuevo (como habéis podido comprobar soy amante del mundo bélico), más bien una comandante.

Me quedé fascinado por aquel despliegue del ejército invasor, nunca vi cosa igual. Una guerrera vestida con un simple uniforme de trabajo, pero suficiente para derrotarme. Su pelo moreno, por los hombros, me invitaba a relajarme entre sus sueños, a visitar mundos mejores, aunque fueran imaginarios. Su gélida mirada, de un azul que envidiaría hasta el mismísimo cielo, lo decía todo de su alma y nada de su historia, una historia a la que yo había quedado enganchado desde el instante en que nuestras miradas se cruzaron.

Pero sin duda alguna, su mejor arma era aquella sonrisa, capaz de derribar cualquier muralla y de unir dos corazones separados por el silencio y por la incertidumbre del no saber que pasará. Un firmamento en aquel rostro, una sábana de esperanza entre tantos segundos grises, entre tantas vidas sin amar. Era perfecta y su único punto débil era mi corazón, prisionero con Síndrome de Estocolmo.

8.10 de la mañana, ¡y yo tan enamorado! Pero nada es para siempre y los flechazos te atraviesan y siguen su ruta, cortando el viento. Yo sabía que quería casarme con ella y pasar el resto de mi vida con ella, pero dos paradas de metro más tarde me dí cuenta, mientras la miraba alejarse, que los sueños, sueños son.

Ahí estaba yo, igual de gris que siempre, lamentando ser tan débil en las batallas importantes de la vida. Miré la puerta por donde se había marchado mi amor platónico de aquella mañana, cuando un nuevo torrente de gente entraba en el vagón, liderados por otra diosa de la guerra. Distinta completamente, con una historia diferente, pero con el mismo punto débil que todas las demás: mi corazón prisionero.

Sonreí. Otra mañana más en el metro, gracias.

MFV



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