“Serán solo
cien palabras” informó con monótona melodía la máquina expendedora de
medicamentos. La anciana fijó su mirada en el contador que otorgaba un tono
rojizo a la palidez de su longeva muñeca. Tan solo una unidad separaba las dos cifras
que condicionaban el intercambio comercial. Demoró la decisión unos segundos
aunque ya estuviera tomada desde hacía siete años. Quizás por ese miedo tan
humano a tomar cualquier decisión que haga desaparecer un camino distinto.
Siempre hay un resquicio por donde la carne humana se permite alzar la voz por
encima de la lógica.
Giró la
cabeza y observó una fila de personas que la miraban impacientes, incluso con
cierto atisbo de mosqueo, pero ella sabía que no le dirían ni una palabra
aunque la espera hubiera durado horas. Cuando uno tiene que decidir cuándo merece la
pena hablar, aprende el significado de las palabras que emiten las miradas y
los gestos.
Acercó al
lector su muñeca, que ahora adquiría tonalidades azules, observando como bajaba
la cifra del contador mientras los medicamentos iban apareciendo en una bandeja
próxima. Cuando hubo terminado los guardó en una bolsa y salió de la farmacia
mientras las personas de la fila la despedían con una mirada cargada de
empatía. El silencio de los que comparten una historia y se ven unidos por un
dolor común que transpira la piel.
La anciana
transitó el camino de vuelta cargada con los medicamentos, pero soportando el
peso que aquella diferencia se había quedado grabada en su muñeca. Cada paso le
hacía pensar en el poco valor que se le da a las cosas rutinarias y simples que
cíclicamente llenan las horas de nuestros días, hasta que un día pasan a ser un
bien preciado que debe ser racionado.
Abrió la
puerta de casa y el también anciano suelo de madera le dio la bienvenida al
peso de sus pies. Recorrió el pasillo sin hacer más ruido del inevitable y con
delicadeza abrió la puerta de su dormitorio donde le esperaba un cuerpo incapaz
de levantarse, pero que con un parpadeo y un temblor de labios le indicó que
estaba allí junto a ella. La anciana descorrió mínimamente las cortinas para
que la luz entrara tímidamente en la habitación y alumbrara el rostro que desde
la cama la miraba fijamente.
Depositó la
bolsa llena de medicamentos en la mesilla de noche donde quedaban botes
etiquetados vacíos. Acarició la frente y las mejillas que acompañaban a
aquellos ojos vigilantes, surcadas por unas arrugas que sentía como propias
pues había colaborado en aquel cincelado cuyo reflejo era su propio rostro. Se
inclinó para acercar sus labios teñidos de carmín a la oreja de aquel cuerpo próximo
a sumirse en el silencio.
- Gracias.
Desapareció
la diferencia del contador. Se miraron más allá de las lágrimas que inundaban
sus ojos. Nunca más se volvieron a escuchar palabras en aquella habitación
tímidamente iluminada.
MFV
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